Epicuro y la burbuja gastronómica

Epicuro y la burbuja gastronómica


Publicado por gastronomicae en 9 Julio, 2009

Se observan indicios de que la crisis que nos afecta impondrá la frugalidad epicúrea, tras una etapa de optimismo culinario desbordante que probablemente no ha sido más que otra burbuja oportunista.


La campaña “Probablemente Dios no existe, disfruta de la vida” fue contestada por la pastoral declaración categórica de que “Dios sí existe, disfruta de la vida…”. A estos enunciados, se les podría añadir un tercero: “Probablemente la vida existe, disfruta como Dios”. Pero lo que llama la atención de las dos primeras consignas es su imperativo hedonista: disfruta. Esta fervorosa batalla coincide con una situación política y económica cruda y sin aliño, una crisis generalizada que afecta y afectará no sólo a la economía, sino, a partir de ahora, al modo de entender el mundo y las relaciones sociales. 


Coincide también con una crisis gastronómica larvada: cocina de vanguardia frente a cocina tradicional. ¿Corresponden estas tendencias a dos “filosofías” distintas? ¿Son los partidarios de la cocina de vanguardia epicúreos sin fe, hedonistas obstinados, y los de la tradicional, conservadores recalcitrantes? Los primeros sostienen que probablemente no hay cocina que no sea de los sentidos y, por tanto, disfrutan del más acá y del más allá. Y los segundos creen que la cocina sí existe y, por tanto, disfrutan ya del cielo que nos tienen prometido.


       En los períodos de crisis, pueden aparecer hasta tres tipos de entidades salvíficas: líderes carismáticos, religiones redentoras y nuevas filosofías. De los primeros, tenemos suficientes muestras; pero de las nuevas filosofías, menos. Epicuro es un caso ejemplar, cuya vida (342-270 a.C.) transcurre en memorables tiempos revueltos, que coinciden con la crisis de la polis griega y la emergencia del individualismo, del “sálvese quien pueda”. A la muerte de Aristóteles (322 a. C.), tres nuevas escuelas se disputan su trono, tres escuelas para una crisis: la Estoa, el Jardín y la Nueva Academia. Y con ellas, tres propuestas para la supervivencia: la impasibilidad de los estoicos, la imperturbabilidad o ataraxia de los epicúreos y la epokhé, la duda ética, de los escépticos. Los estoicos defienden que la felicidad está en la virtud, en la abnegación y en el rigor contra sí mismos. Los epicúreos, en cambio, sostienen que “el placer es el principio y el fin de la vida feliz”. 


A Epicuro y a todos sus seguidores les habría gustado saber que “en los procesos cerebrales hay un foco central que es el principio de la búsqueda del placer. El placer es la meta final de todo comportamiento animal”1. Desde otro punto de vista, García Gual2 sostiene que, con la crisis de la polis griega, “la filosofía se convierte en fármaco soteriológico, cauterio medicinal, instrumento para la salvación en una circunstancia caótica y ruinosa”. El epicureísmo es, por tanto, una terapia, una medicina para un tiempo de crisis. Y la alimentación posee también su propio componente terapéutico: la dieta. Así pues, la filosofía de Epicuro y la alimentación pueden ser usadas como medicinas o remedios, como “recetas”.


       El primero que denigró el epicureísmo fue Timócrates, que difundió la idea de que, en el Jardín de Epicuro -en realidad, un sencillo huerto en el que crecían nabos, berzas, puerros, cebollas, apio, albahaca…-, se entendía el placer como “un afán desmesurado por los placeres del vientre”. En su obra Delicias, acusa a Epicuro de “disoluto, glotón, propagador de escandalosas fiestas nocturnas, ignorante y plagiario”. Estas acusaciones son las responsables primeras de la imagen vulgar y grosera de Epicuro. Su descrédito llega al colmo en la Edad Media, en la que, simplificando, los Padres de la Iglesia condenan a Epicuro como padre de una nueva herejía. Tras la condena, se difunde esa imagen vulgarizada, que coincide con la opinión de las clases populares, intensamente evangelizadas por la Iglesia y vigiladas por la Inquisición; en cambio, en las clases letradas, algunos piensan que Epicuro probablemente es un hereje, pero podría ser rescatado en una síntesis de estoicismo y epicureísmo.


       En el prerrenacimiento, a la par que comienza el rescate de los autores grecolatinos, se realiza un cambio de perspectiva mental que revoluciona Occidente; se reivindica que el individuo, su libertad y su felicidad tienen prioridad sobre otros mandamientos ciegos, claramente medievales. Con el horno de la imprenta, un latente hedonismo se difunde por la sociedad del Quattrocento.

       Lorenzo Valla escribe De voluptate (Sobre el placer) en 1431. Valla vivió en Barcelona y Nápoles bajo la protección de Alfonso V el Magnánimo, y es posible que el cocinero de este rey o, más probablemente, el de su hijo bastardo Fernando I de Nápoles, fuera Ruperto de Nola, autor de uno de los más difundidos recetarios de cocina, el Libre de coch, escrito al parecer a finales del XV. Algunos años antes (1423), don Enrique de Villena, con fama de epicúreo y mujeriego, había escrito un “manual de etiqueta” titulado Arte cisoria, que él justificaba por “la curiosidad de los príncipes e ingenio de los epicúreos”. Sin duda, en este medio aristocrático, se conocía la Epístola a Meneceo de Epicuro: “Ciertamente todo placer es un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin embargo, no todo placer es elegible. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo, y disipe las falsas opiniones de las que nace la más grande turbación que se adueña del alma”.


       Sin embargo, la tesis oficial de la Iglesia consideraba a Epicuro un heresiarca y a todos sus seguidores, unos herejes. Se había divulgado, además, entre el pueblo la idea de que un epicúreo era alguien entregado a excesos en el comer y el beber, y a otros placeres de la cintura para abajo. Cuando Erasmo escribe El epicúreo (1533), lo hace para defenderse precisamente de la acusación de epicúreo que le había lanzado Lutero. Pero Erasmo insiste en que para Epicuro y para él mismo, “la felicidad no es el placer o gozo físico, corporal, sino la paz del alma”, o sea, la ataraxia. Erasmo se encuentra aquí entre los fuegos cruzados de la Iglesia católica y del mismo Lutero, que en este asunto coincidían.


       Antonio de Medrano, al que procesa la Inquisición por “alumbrado epicúreo”, sufrió en carne propia ese mismo fuego cruzado. Medrano es un erasmista interesado, un buen conocedor del valor terapéutico de los alimentos e, incluso, un curioso cocinero. En 1530, el fiscal de la Inquisición de Toledo, le acusa de “hereje epicúreo”. En otro proceso anterior (1527), el médico de la Inquisición le detectó tremor cordis o palpitaciones, diagnóstico que, a través de una dieta apropiada, le obligó a automedicarse el resto de su vida. Estando en la cárcel de Toledo, le escribe a su hermano unas notas en las que le pide vino tinto fresco, verdura y fruta, abundantes huevos, manjar blanco y, de vez en cuando, “pastelicos de vaca”. Para el dolor de cabeza, “confites de culantro”; y para sobrellevar el régimen carcelario, sahumerios varios, la Biblia, un Marco Aurelio y una vihuela3. Cuando se comparan todas estas peticiones de Medrano con los repertorios médicos del momento, por ejemplo, con la De materia médica, de Dioscórides, se ve con meridiana claridad que todos y cada uno de esos alimentos están recomendados directa o indirectamente para esa dolencia de Medrano, el tremor cordis. Incluso el vino tinto fresco lo recomienda, mucho antes, Arnau de Vilanova en su tratado De las palpitaciones del corazón. Por tanto, más bien automedicación y dieta, que epicureísmo desmesurado.


       A pesar de todo, el fiscal de la Inquisición le requisa todas estas notas gastronómicas para acusarle de que “toda su felicidad y bien está en bien comer y beber”, y así poder juzgarlo como “hereje epicúreo”. Medrano fue condenado a cárcel perpetua. Su proceso, ahora editado4, es un riquísimo arsenal de información no sólo sobre el pensamiento y la espiritualidad de la época, sino sobre la vida cotidiana. Es, además, un caso demostrado de manipulación inquisitorial de la interpretación vulgar de Epicuro para retener encarcelado a este peculiar clérigo. Todavía en 1627, Gonzalo Correas trata de corregir esta vulgar interpretación, diciendo que Epicuro “puso la felicidad en el deleite, y, entendiéndolo él del ánimo, se lo interpretó el vulgo por deleite corporal”. Muchos testimonios confirman que en el Jardín se llevaba un régimen de vida frugal y sencillísimo, que no justifica la visión deformada que poseía la gente en el siglo XVII ni la evangelización torticera de la Iglesia.


       Sin embargo, y volviendo al presente, algunos indicios parecen indicar que la crisis en la que estamos moderará nuestro reciente optimismo gastronómico e impondrá la frugalidad epicúrea. El polémico derroche gastronómico de los últimos años probablemente era otra burbuja oportunista: la burbuja gastronómica; mejor, una laboriosa esferificación o una robusta croqueta. 


En ella, junto a la creatividad desbordada de Ferran Adrià, aparecía una ristra de cocineros de merecido prestigio que, aprovechando el tirón, aplicaron a sus fogones un aggiornamentoecuménico. El resto, con frecuencia, malas imitaciones de Adrià o de la cocina japonesa: cocina única o kitsch gastronómico. El historiador Le Goff decía que el lujo y la ostentación alimentarias medievales revelaban “un concepto de clase”. Y efectivamente, a muchos nos parece que buena parte de esta fecundidad gastronómica parece estar dirigida a subrayar esa distinción de clase, típica, en ocasiones, de esnobs y de nuevos ricos, en un país que viene oscilando entre el milagro económico y el pelotazo urbanístico.


 Lo acaba de decir el cocinero neoyorquino Seamus Mullen el Epicúreo: lo más sencillo es lo mejor.


FUENTE: BARCELONA METROPOLI


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